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La guerra civil estalla dentro de la “sociedad civil” (+clodovaldo).

Tomado del portal de análisis y opinión más visitado de Venezuela, La Iguana TV, dondel el autor retrata la triste y dura realidad de la clase media en nuestro páis, un agudo análisis «viendo los toros desde la talanquera» pero ése es -y será siempre- el trabajo de los periodistas.


De tanto jugar con fuego; de tanto banalizar la muerte; de tanto hacer apología de la violencia; de tanto regar semillas de odio contra el adversario ideológico, las élites opositoras han colocado a sus seguidores en estado de guerra civil. Significativamente, el estallido de esta confrontación no se está dando entre ricos y pobres -como tantas veces se ha pronosticado-, sino entre gente de las clases medias que se cuece en su propio caldo.

 

Vamos a estar claros, de entrada: no hay que llamarse  engaño respecto a lo que ha pasado hasta ahora, pues, como suele suceder en todos los choque bélicos, siempre es el pueblo pobre el que pone la mayoría de las víctimas, pero es conveniente prestar atención también a las señales que se están presentando en el interior de los estratos medios, donde la oposición de derecha domina ampliamente.

 

Las escenas que fueron difundidas a través de las redes sociales durante la actividad principal de la Mesa de la Unidad Democrática en la semana que concluye no son algo que deba tomarse a la ligera. En primer lugar por la carga de violencia física y verbal que aflora en estos episodios cada vez más frecuentes; en segundo término, por la ausencia absoluta de autoridad que rodea estos actos, en los que los vecinos que ejercen algún tipo de “liderazgo” se convierten en los pranes de unas cárceles muy peculiares, las que se impone a sí misma una parte de la “sociedad civil” que supuestamente lucha contra una dictadura.

 

Veamos el primer aspecto. El plan de llevar a cabo un supuesto paro general, basado en el cierre forzoso de las salidas de las urbanizaciones y de calles y avenidas de zonas neurálgicas de las ciudades, es parte de la maniobra general para que una minoría violenta haga ver al mundo que el pueblo en general se opone a la Asamblea Nacional Constituyente y quiere derrocar al presidente Nicolás Maduro. Sin embargo, la ejecución de ese plan implica muchas molestias, principalmente para las personas que habitan en las zonas de clase media y media alta, pues quedan convertidas en rehenes de sus propios vecinos radicales.

 

Muchas personas que participan de buena fe en esas trancas no aprecian el componente violento de esa forma de protesta. Consideran que es una manifestación legítima y pacífica, que merece respeto, como se oyó decir a alguien que observaba el incidente entre un individuo que obstaculizaba la vía y otro que intentaba pasar con su camioneta (“¡Respeta la tranca!”, le gritaba). Puede decirse que, en general, hay consenso en estos sectores en que las guarimbas son una forma de protesta válida… hasta que por cualquier razón, alguna persona tiene que movilizarse o queda atrapada en un lugar distinto al que le conviene. Entonces se rompe el consenso y arde Troya.

Puede decirse que, en general, hay consenso en estos sectores en que las guarimbas son una forma de protesta válida… hasta que por cualquier razón, alguna persona tiene que movilizarse o queda atrapada en un lugar distinto al que le conviene. Entonces se rompe el consenso y arde Troya.

La violencia ejercida contra los vehículos es un material altamente explosivo y muy simbólico. No hay que perder de vista lo que el automóvil significa para los estratos medios de la sociedad. Quien haya reflexionado un poco sobre eso (sobre todo si lo hace introspectivamente) puede entender que un ataque deliberado contra el carro de alguien es casi como si se hiciera contra un integrante de su familia. En algunos niveles sociales, el vehículo es la representación patente del estatus económico, un emblema del llamado “ascenso social” o la barrera que separa a su propietario de los bajos fondos, donde están los pobres. Allí radica uno de los detonantes de la “guerra civil de la sociedad civil”: es muy posible que comience con algo como lo que vimos el miércoles, un “¡Maldito, me escoñetaste mi carro!”.

 

Aprovechemos esta referencia para pasar ahora al punto de la violencia verbal que hierve como un caldero de aceite en estos lugares. Estudiemos los “insultos” que estas personas intercambian. Eliminemos los más habituales en nuestra jerga de toda la vida y subrayemos el señalamiento político como forma de exponer a una persona a la violencia física perpetrada por una turba. El sujeto que “coordinaba la tranca” en un lugar del llamado este del este de Caracas, luego de abollar el automóvil conducido por una señora (en el que, además, iba un niño), y ante las repetitivas maldiciones de ella, opta por decirle “¡chavista!”, un agravio tremendo en esos ambientes, que ya le ha costado la vida a varios infortunados en Altamira y sus alrededores.

 

En esa palabra, este sector social resume numerosos defectos: ignorancia, primitivismo, ordinariez, violencia política, irrespeto a la democracia y paremos de contar. ¿Pero de qué han sido las demostraciones que estas mismas personas han dado en estos casi cuatro meses de locura generalizada? ¿Faltó algo de eso, por ejemplo, en las ya referidas escenas de los conductores que se rebelaron contra los trancazos ejecutados por sus propios correligionarios políticos y vecinos?

 

Revisemos ahora el aspecto de la falta absoluta de autoridad en las zonas donde se realizan estas protestas. Baste decir que en condiciones normales, estos incidentes tendrían consecuencias penales. Quienes colocan cadenas y candados en portones de uso común, impidiendo la salida de las personas incurren claramente en del delito de secuestro, sobre todo si alguien intenta traspasar la barrera y se le intimida con armas, se le golpea o amenaza o se le causa daño a sus propiedades. En los territorios dominados por la oposición donde esto ocurre, no es extraño que los sucesos sean presenciados impasiblemente por agentes policiales municipales o estadales.

 

La falta de autoridad se ha hecho más contundente en esta oleada de violencia política, al sumarse la fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz, a la estrategia insurreccional opositora. La línea asumida por el Ministerio Público ha sido la de perseguir e imputar únicamente a los funcionarios de seguridad del Estado que presuntamente han cometido excesos en la contención de las manifestaciones violentas. Frente a los desmanes y hasta crímenes horrendos que han perpetrado los manifestantes, como el apuñalamiento, paliza y quema de Orlando Figuera, la Fiscalía se ha limitado a decir que investiga los hechos y hasta se ha adelantado a negar que pueda tratarse de crímenes de odio, una actitud que ha favorecido la reiteración de tales delitos, los cuales ya se están haciendo moneda corriente, como se evidenció esta misma semana en Anzoátegui y Caracas.

 

En lo que respecta a los enfrentamientos entre ciudadanos, provocados por los cierres ilegales de calles y avenidas, la inacción ha sido la respuesta del despacho encabezado por Ortega Díaz. Hasta ahora, que se sepa, ni siquiera se ha abierto alguna investigación al respecto. Al que le abollaron su carro, abollado se quedó. Demás está advertir que esta impunidad solo puede favorecer la toma de la justicia en propias manos y la aparición de rencillas entre particulares. En nuestros barrios, azotados por bandas criminales, saben mucho de eso.

Hasta ahora, que se sepa, ni siquiera se ha abierto alguna investigación al respecto. Al que le abollaron su carro, abollado se quedó.

Al sentirse guapos y apoyados, cubiertos por el manto de la impunidad, los líderes locales que controlan los puntos de cierre de vías han mostrado el lado más perverso que, al parecer, todo ser humano tiene. Como si se tratase de una nueva versión del Experimento de la prisión de Stanford, los vecinos que encarnan el rol de carceleros se transforman en crueles esbirros de sus propios conciudadanos, a pesar de que en su mayoría son también copartidarios en el plano político. Para agregarle un detalle muy siglo XXI, más que como carceleros, estos jefes de tranca se comportan como los pranes de estas prisiones. Y, tal como ocurre en las cárceles, el puesto de líder negativo está siempre en disputa, pues se conquista a punta de ser el peor de todos, de sembrar el terror.

 

En estos días depravados, muchos hemos podido observar en persona a estos pranes en acción. Ahora, el país entero los ha visto en videos virales. Una señora de servicio doméstico que transitaba caminando a duras penas entre peñascos, cachivaches, cuerdas, alambres de púas, manchas de aceite y miguelitos, por los lados de Horizonte, en El Marqués, lo dijo todo: “Si así se portan siendo oposición, ¿cómo serán cuando estén en el gobierno?”.

 

Al día siguiente del tal paro “cívico”, que fue más bien un secuestro con algo de autosecuestro, las calles de los municipios Chacao, Sucre, Baruta y El Hatillo parecían zonas de guerra. Y conste que no habían ocurrido enfrentamientos con la Policía Nacional Bolivariana o la Guardia Nacional Bolivariana. Solo en algunos lugares puntuales había actuado la fuerza pública, cuando ya la situación era grave (como fue el caso de las inmediaciones de Venezolana de Televisión). En la mayor parte de las calles y avenidas de las urbanizaciones de clase media y media alta, esos destrozos, esa desolación, esa destrucción solo puede explicarse como una guerra doblemente civil: una que está surgiendo entre civiles que se precian mucho de su civilidad.

 

(Clodovaldo Hernández / clodoher@yahoo.com)

Tom and Jerry (Hannah-Barbera).

«El día en que Tom y Jerry trabajaron horas extras» por Clodovaldo Hernández

Este 13 de abril de 2016 se cumplen 14 años hace que las comiquitas Tom y Jerry resurgieron de los años 60 y se apoderaron de Venevisión (y no volvieron precisamente de la mano de sus creadores, William Hanna y Joseph Barbera). Pero dejemos que Clodovaldo Hernández, quien para la época trabajaba en el diario Universal nos diga «no me lo cuente, yo lo viví«.

Tom and Jerry (Hannah-Barbera).

Tom and Jerry (Hannah-Barbera).

En abril de 2002 los medios prefirieron callar antes que decirle al país lo que estaba pasando, es decir, que su golpe de Estado había sido un estrepitoso fracaso. Muchos periodistas experimentaron en esos días uno de los grandes desengaños de su vida. Durante 14 años las infamias ocurridas entonces han sido un tema sobre el que el gremio prefiere —también— guardar silencio

Desde que ocurrieron los hechos, muchos de quienes tuvimos el privilegio de vivirlos, “en las entrañas del monstruo”, estamos convencidos de que el golpe de Estado de 2002 fue, más que nada, una gran operación mediática. Los medios de comunicación tuvieron una vergonzosa participación antes, durante y después.

Antes del golpe, fueron el factor clave para envenenar a grandes masas en contra de un gobierno legítimo, en contra de una Constitución que apenas entraba en su tercer año de vigencia y, sobre todo, en contra de la porción mayoritaria del pueblo que respaldaba a ese gobierno y a esa Carta Magna.

Durante el golpe, la actuación de los medios privados fue igualmente perversa: en complicidad con los conjurados civiles y militares, perpetraron una de las más nefastas manipulaciones de nuestra historia.

Después del golpe, establecieron la censura y se disponían a encubrir la terrible ola represiva que ya se había desatado. Cuando el gobierno de facto comenzó a derrumbarse precozmente, realizaron la jugada más criticable que pueda hacerse en esta industria: como no les gustaba lo que estaba ocurriendo, cerraron sus propias puertas para no informar nada. El país, luego de una larga etapa de intoxicación comunicacional, quedó sumido en una ausencia absoluta de noticias, en un silencio informativo, en un blackout, como le dicen los aficionados a los anglicismos.

Trabajaba entonces en El Universal, así que puedo hablar como testigo. En torno al rol de los periodistas, pienso que una parte de ellos, pese a ser gente muy avispada, no habían comprendido a cabalidad hasta qué punto los propietarios de medios eran protagonistas en lo que se perfiló rápidamente como un golpe de Estado. De allí que se llevaron el 11, 12 y 13 de abril de 2002 uno de los grandes desengaños de su vida.

Esos comunicadores entraron al trepidante momento histórico convencidos de que estaban librando una batalla heroica por la libertad de expresión, en la que el adversario era un gobierno dictatorial. Salieron cacheteados por la cruda verdad: los genuinos enemigos de esa libertad eran sus jefes, los dueños de los poderosos medios de comunicación que habían participado abiertamente del derrocamiento y que, tan pronto tuvieron la sartén tomada por el mango, pisotearon todo cuanto habían proclamado en los meses precedentes en torno al derecho del pueblo a estar bien informado.

El 11, y los días previos, los periodistas y los dueños de medios vivieron una luna de miel. En las redacciones de los grandes medios reinaba un espíritu épico. Los dueños se mostraban espléndidos en la asignación de páginas, así como en el pago de horas extras, viáticos y refrigerios para los reporteros que cubrían las agotadoras jornadas de marchas y concentraciones. En esos días abundaron las ediciones extraordinarias de los periódicos, algo que generaba grandes emociones a los periodistas, pues los trasladaba a épocas románticas del diarismo, que muchos de ellos ni siquiera habían vivido de veras.

En El Universal el buen clima se mantuvo durante el día 12 por una sencilla razón: la mayoría de los periodistas era rabiosamente antichavista, así que poco les importaba (más bien, mucho les agradaba) que un reyezuelo como Pedro Carmona se hubiese juramentado a sí mismo y que en su primer decreto hubiese derogado la Constitución y guillotinado todos los poderes. Hasta aplausos y vítores hubo esa sombría tarde en la sala de redacción. Solo algunos colegas con conciencia política marcaron distancia de aquella euforia tan teñida de fascismo, tan divorciada de una verdadera defensa de la democracia. Uno de ellos se acercó a mi puesto con cara de angustia y me dijo: “¡Pana, esto es un golpe de Estado!”. A pesar de las circunstancias tan dramáticas, no pude resistir la tentación de burlarme un poco de su ingenuidad, y le respondí: “Y dime: ¿tú hasta ahora qué creías que era?”.

El sábado 13, en horas de la mañana, en las redacciones comenzó a tomar cuerpo la sospecha de que la tortilla se estaba volteando. Y con esas tempranas versiones (que si Baduel estaba preparando los tanques, que si los barrios empezaban a bajar) afloraron los primeros síntomas del fin de la luna de miel. Los jefes en todas las redacciones tenían instrucciones precisas de no difundir, bajo ningún respecto, ese tipo de informaciones. Los mismos jefes que en días previos habían sido fanáticos de los runrunes más desaforados, los mismos que habían publicado sin pudor hasta los chismes más balurdos, se mostraban ahora extremadamente cuidadosos, verdaderos ejemplos de la ética periodística. Algo raro estaba pasando.

Un momento definitorio fue la rueda de prensa del fiscal general Isaías Rodríguez, cortada abruptamente por las televisoras cuando el funcionario, en un alarde de astucia, denunció el golpe de Estado, tras haberles hecho creer a todos que iba a renunciar públicamente. En El Universal se oyó una exclamación general. Fue algo parecido al grito ahogado en los estadios de beisbol cuando la pelota parece que se va de jonrón, pero se va de foul.

Al ver el extraño clima, varios de los jefes salieron a preguntar qué había pasado. Cuando se enteraron, sus caras eran verdaderos poemas. Una de las jefas intentó darles ánimos a los otros, diciendo: “¡Tranquilos, a ese lo meten preso ahorita mismo!”. Me hizo gracia y me reí, y mi risa no le hizo gracia a ella. “¿De qué te ríes?”, me retó. Yo le respondí que lo dicho por Rodríguez era noticia, lo metieran preso o no, pero que si lo metían preso, lo sería más todavía.¿No te parece?”, le dije.

A media tarde, la cosa se puso color de hormiga, en especial porque las televisoras empezaron a pasar interminables ristras de dibujos animados.

Tom and Jerry (Hannah-Barbera).

Tom and Jerry (Hannah-Barbera).

Todo había cobrado un aire surrealista: los mismos televisores que hasta horas antes habían escupido sin cesar noticias y más noticias, entrevistas y más entrevistas, recuentos y más recuentos de los acontecimientos nacionales, ahora nos mostraban al pícaro ratón Jerry fastidiándole la vida al idiota gato Tom.

La expresión “no aclares que oscureces” vino como anillo al dedo en algún momento de aquel día, cuando el locutor Juan Eleazar Fígallo, con la voz más engolada que de costumbre, leyó una suerte de pronunciamiento de la directiva de Globovisión en el que pretendían explicar que no estaban ofreciendo información para no aumentar la confusión y la incertidumbre en un momento en el que se requería calma y serenidad. “Me extraña, chaleco, porque te conocí sin mangas”, dijo en la redacción de El Universal una periodista, pese a que había celebrado la caída de Chávez.

Cerca del atardecer voló otro rumor: los diarios no circularían el domingo. En El Universal, los jefes reunieron al personal y le dijeron que se suspendía la guardia sabatina, que todos se fueran derechito a sus casas. “Es por razones de seguridad”, argumentaron, señalando como factor de riesgo inminente la incesante corriente de pueblo que había estado pasando frente al diario, en la avenida Urdaneta, rumbo a Miraflores. La verdad es que no hubo ninguna agresión, salvo que se consideren como tal algunos gritos de “¡digan la verdad!”. Nadie lanzó piedras contra los ventanales, nadie pretendió quemar la sede, pero, como suele decirse, “el miedo es libre”.

Se nos ordenó salir por la puerta de atrás, la del callejón Manduca, la de los camiones que reparten el diario. Nunca olvidaré aquella escena porque tuvo algo de ratonesca, aunque el pequeño Jerry no nos acompañaba, pues él y Tom seguían haciendo hora extras en la TV. Recuerdo que una vecina nos gritó: “¡No se vayan, cobardes!” y golpeó su cacerola. La misma cacerola que había hecho tronar en días previos pidiendo la cabeza de Chávez.

El cierre de Venezolana de Televisión y de Radio Nacional de Venezuela, los ataques contra Radio Perola y otras emisoras comunitarias, más el blackout que se aplicaron a sí mismos los medios privados, fueron una clara demostración de los verdaderos propósitos de los dueños de medios, de su real concepto de la libertad de expresión. En cuanto a los periodistas, bastará con decir que el silencio informativo de abril de 2002 es un tema tabú acerca del cual el gremio prefiere —valga la redundancia— guardar total silencio.

(Clodovaldo Hernández / clodoher@yahoo.com)